El protagonista mudo es aquél que en los video juegos carece de voz (si acaso emite gritos y sonidos guturales), pocas veces muestra expresiones, y cuando intercede en la historia lo hace para decidir o responder preguntas a través de texto. Este silencio perpetuo y ese semblante plano y sin emociones, más que enajenar de la narrativa, nos sumerge a un punto en que nos convertimos en el personaje, plasmándonos en ese lienzo vacío, llenándolo con las decisiones y acciones que dictan nuestro compás moral.
Usando a este protagonista y a la angustia como base, la historia nos engancha. No importa si no temes a las arañas, al agua o a la oscuridad, la angustia es algo que conocemos, algo a lo que le damos forma para confrontarla, hasta convertirla en un medio tangible que germina oscuros demonios en nosotros. Demonios que cuando huimos de ellos, los sepultamos bajo frágiles capas que se agrietan cada que quieren escapar de su prisión y mostrarnos la mentira que nos rodea.
Este proceso es complejo y no lo hacemos conscientemente, está supervisado por el tiempo, el agente silencioso que nos arrastra a un paso tan lento hacia la perdición que no nos percatamos de ello a menos que alguien nos lo indique. El protagonista de Omori atraviesa este camino espinoso, envuelto por una atmósfera que se ha apoderado tanto de su mundo al grado de que la fantasía ya se escurre en la realidad.
Es fácil identificarse con los conflictos planteados por la historia, pues las decisiones de los personajes y cómo lidian con la tragedia, si no son nuestras, las hemos visto en algún familiar o amigo, y por esa resonancia terminamos asociándolo con nuestra vida (aunque ésta no equipare a la magnitud de la tragedia del juego). Otro factor que aparece y con el que empatizamos son los errores, aquéllos que cometemos y guardamos en secreto, que nos avergüenzan tanto que pensamos que nadie nos comprenderá si los confesamos, y decidimos que es más factible recluirlos en nuestro interior para que carcoman nuestros pensamientos. En otras palabras, caer en el error de que es mejor odiarnos que arriesgarse a ser odiado.
Omori inicia cuando éste sale del espacio en blanco (su lugar seguro) y llega a un mundo con tonos cálidos que solo de verlo evoca felicidad. A diferencia de sus amigos y otro personajes que conocerá, él se encuentra formado de blanco y negro, representando la unión de los espacios que cohabitan en su mente. Conforme se avanza entre juegos inocentes y charlas amenas, habrá pistas indicando que algo repta detrás de esa realidad edulcorada, la cual estalla cuando Basil, uno de sus amigos, corrompe la bella paleta de colores con un recuerdo que contamina el ambiente y nos advierte de lo que vendrá.
La escena cambia a un plano distinto, y presenta otra versión del protagonista, Sunny. Los colores cambian lo suficiente para señalar que esto es la realidad, una que tarda menos en exponer que algo no está bien y que existe una relación entre ambos mundos.
La maestría del juego es no buscar el susto rápido (y las pocas veces que aparece algo similar no lo consigue adrede, pues prefiere la atmósfera a largo plazo que una reacción efímera), y sí optar por emplear el tiempo en empatizar con el elenco de personajes, que entre frases sutiles y momentos de convivencia en apariencia inocente, revela un perfil psicológico que enriquece los eventos.
Como el factor miedo está diluido entre varias horas, el jugador olvida a menudo que recorre arenas movedizas, que los planos de Sunny y Omori se alimentan para narrar con calma la tragedia, donde al final no nos atemorizará un monstruo horrible y pesadillesco, pero sí la reflexión sobre las decisiones que tomemos en la vida cuando enfrentemos la muerte y esos recovecos de la mente que esconden lo que más nos avergüenza de nosotros.
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